Allá por el mil cuatrocientos y pico, cuando todo era dogma y religión, prohibición de pensar y herejía el disentir, hubo un hombre que se atrevió a declarar que el placer podía representar el bien supremo, que las Sagradas Escrituras estaban llenas de errores, que los clérigos merecían la burla por su soberbia y su mal latín y, por si fuera poco, que el derecho de la Iglesia sobre tierras y propiedades se basaba en un documento fraguado cuya falsedad él mismo probó más allá de toda duda. No fue una leyenda. Vivió de verdad. Y a nosotros nos toca sacarnos el sombrero.
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